La autora comenta que Elon Musk busca la manera de escaparse al Planeta Rojo, puede hacerlo porque además de ser multimillonario no usa fondos públicos ni ha sido elegido en las urnas "para cambiar el destino de la raza humana", y nadie lo puede vetar ni tiene que dar explicaciones a nadie. Peirano compara a Musk con un héroe de Marvel (como Iron Man) o Von Braun, el inventor de la V2 y luego héroe de la carrera espacial, porque su forma de entender la exploración espacial "no tiene límites ni moral porque es una herramienta de conquista de la especie humana sobre todo lo demás. Es una ciencia extractiva y abiertamente capitalista del proyecto". Según la autora, se trata de un relato de evolución y progreso que también dominó la Era de los Descubrimientos, caracterizadas por la aniquilación y transformación de lo explorado por vía del genocidio, destrucción del hábitat y recreación de las ciudades civilizadas y que ahora se reconocen en la industria tecnológica contemporánea, que depende de la extracción masiva de datos como parte de un proyecto de "optimización del ser humano", "un nuevo instrumento civilizador que opera a escala mundial para sacar el máximo rendimiento del planeta y de la mayor parte de sus habitantes, Y la misma industria que habla ahora de proyectar la luz de la especie humana más allá de la Tierra está más preocupada por el agotamiento de los recursos que explota". Recuerda que la Inteligencia Artificial no es inteligencia ni artificial ya que depende de enormes recursos naturales que extrae y de las personas a las que explota para ser autónoma.
"Jeff Bezos y Elon Musk no compiten por salvar a la humanidad, sino por desembarazarse de ella". Y la autora recuerda que "el capitalismo no comparte ganancias" " y a los exploradores espaciales no les interesa que "muchos crucen las puertas". Califica a la Ciencia de "forma educada de violencia".
La autora añade que los proyectos lanzados en el Año Geofísico Internacional de 1958 resultaron mucho más cruciales para la supervivencia de la especie que las 22 misiones del Apolo a la Luna, "cuyo objetivo no era científico sino colonial", y que resultaron más valiosos los datos tomados por las sondas. Y el barato método de usar 8 telescopios para retratar un agujero negro fue un proyecto internacional que contradice el dramático arquetipo del esforzado científico (blanco, varón o en su versión femenina, una niña) que triunfa individualmente mientras que la ciencia es colectiva y el feminismo, más. Dice que "el arquetipo es una proyección del Imperio y las herramientas del poder nunca servirán para derrocar al poder".
La autora es pesimista y, citando a Kahneman, cree que además nuestros sesgos nos impiden cambiar ni entender los riesgos de circular en coche, comer alimentos que nos hacen sentir mal como la carne o coger aviones para fotografiar unas ruinas. Además, solo favorecemos la información que confirma nuestras creencias. Pero también abre la puerta a emociones más tóxicas como la culpa o la vergüenza. Para ello surgen ideas como reducir la huella de carbono "comprando más cosas: plásticos reciclables, kombucha en botella acristalada o coche eléctrico". "Si comes, bebes, caminas y respiras, entonces eres tan culpable como BP (una petrolera)", dice la autora. La autora añade que "el capitalismo se ha especializado en generar patrones de conducta que favorecen el consumo compulsivo de sus productos, compitiendo de forma deshonesta con las alternativas y secuestrando la decisión del consumidor. Es difícil elegir lo correcto cuando la opción medioambientalmente sensible es un artículo de lujo (leche de avena, almendras o avellanas)". Aunque cuestan tres o cuatro veces más, la decisión es tuya, el problema eres tú, eres tú quien contamina el planeta comiendo comida basura procedente de macrogranjas y te anestesias comiendo dulces, comprando gangas, cogiendo aviones y viendo Netflix. Ve detrás una "disonancia cognitiva" tras idea de este sacrificio individual cuando cientos de jefes de Estado y otros líderes viajan en jets privados a los grandes congresos climáticos donde se acuerdan estrategias (que nadie cumple) para mantener el aumento de la temperatura global por debajo de los dos grados centígrados. "Cómo conciliar un mundo en el que las empresas más contaminantes son premiadas y protegidas por las mismas instituciones que deberían fiscalizarlas, donde las multinacionales ejercen un poder desprovisto de responsabilidades y aquellos que toman las decisiones que más afectan al planeta están protegidos de sus consecuencias", dice la autora. Y ve una estafa de gran magnitud: "¿De qué vale que yo deje de coger el coche, de comprar pañales desechables o de comer salchichas?". Se pregunta por qué ella tiene que ser la pringada que va en tren mientras la gente que más daño hace vuela en jets.
La autora cree que tenemos una capa de sensores, antenas, observatorios, satélites y algoritmos capaces de medir el cambio climático e instituciones que pueden trabajar de forma coordinada para salvar a la especie humana en vez de conquistar nuevos mundos para empezar una nueva era de extracción. "Podemos distinguirlas de las plataformas extractivas y colonialistas que no están diseñadas a ayudarnos a mitigar la crisis sino para gestionarnos durante las crisis antes de sustituirnos por una mano de obra que no enferme, ni se canse, ni comprenda la injusticia o sueñe con la revolución", dice Peirano. Por eso, indica que es "crucial" que empecemos a separar los relatos oportunistas del feudalismo climático de las ideas, experiencias, condiciones, tecnologías y protocolos que van a ayudarnos a ejecutar ese plan.
En el capítulo 2, la autora se centra en las tecnologías diseñadas para sobrevivir al cambio climático, por ejemplo, con la intención de extraer dioxido de carbono de la atmósfera, ya que aunque se bajase se bajase el ritmo de emisiones, no se frenaría el aumento de temperaturas. Es pesimista porque los intentos de eliminar carbono de la atmósfera son burdos, han fracasado o tendrían que ser megagigantescos. [nota del lector: algunos autores añaden que solo contribuirían a mantener el crecimiento y el consumo, justo lo que contamina el planeta].
Hace referencia al fenómeno WBT (wet-bulb temperature o "cocinados por dentro" porque la humedad del 77 % no nos deja sudar cuando el cuerpo supera los 38,9 grados; sería el equivalente a un baño turco). Está descrito en la novela El Ministerio del Futuro, de Kim Stanley Robinson, en la que advirtió de que este fenómeno será cada vez más frecuente en los próximos 60 años causando millones de muertos. A todo se han sumando inundaciones en Alemania, incendios forestales en California, España o Siberia que emitieron 1.760 megatoneladas de carbono a la atmósfera o tormentas en Zheng (ciudad china).
En el 2021 se registró una concentración récord de 421 ppm, el equivalente al Óptimo Climático del Plioceno Medio hace 3,5 millones de años (y unas temperaturas superiores en 2 o 3 grados a la era preindustrial). Para bajar las emisiones y cumplir los compromisos medioambientales habría que reducir un 6 % el uso de energía fósil (el 84 % de la energía usada en el mundo) cada año en una década cuando el plan real de los Gobiernos es aumentarlo un 2 %. Para la autora, todo apunta a que la temperatura llegará a 2,7 grados a finales de siglo e incluso a 4, ambas "una sentencia de muerte". Ve una adición a los combustibles fósiles. Las alternativas son reducidas: energía hidráulica (solo el 6,4 %), las renovables (eólica, solar y biodiésel, 5 %) y la nuclear (4,3 %). Y hay 1.000 millones de personas viviendo sin electricidad a las que no se puede exigir que renuncien a la modernidad.
Será muy difícil cumplir el objetivo del 1,5 grados (subiendo a 0,2 cada década) a no ser que los gobiernos adopten medidas drásticas por lo que Peirano teme que se acelere la sexta extinción [nota del lector: algunos expertos dicen que, en realidad, sería la séptima]. El problema es que los gases de efecto invernadero son basura que se puede acumular durante siglos si nadie los limpia.
De ahí que hayan surgido proyectos de geoingeniería para limpiar el aire "que exigen grandes inversiones de dinero sin sacrificios políticos". La autora compara la geoingeniería con las historias de desastres mundiales solventados con tecnología, como echar chorros de dioxido de azufre en la atmósfera para que sus partículas reflejen los rayos del sol. Pero la autora advierte que "no existe una tecnología lo suficiente rentable, escalable y sostenible para hacer ninguna de las dos cosas". Y las tecnologías disponibles producen más emisiones que las que capturan.
Inicialmente, se intentó probar con la captura, extracción y secuestro de carbono (CCS) pero resultó un fracaso, como el caso de la central termoeléctrica de Saskatchewan, en Canadá, de SaskPower, cuya tecnología costó el triple y funcionaba por debajo de la capacidad prometida (37 %). Por otro lado, quienes están emitiendo más carbono son solo tres países supercontaminadores: Estados Unidos, China e India (los que más subvencionan los combustibles fósiles con 5,3 billones de dólares), por lo que la autora aconseja que el esfuerzo se concentre en estas tres economías. Eso sin contar con la producción de cemento.
Otra idea es la Orca, que significa una "captura directa", y que consiste en cobrar a terceros por succionar dióxido de carbono directamente al aire. La Orca, de la suiza Climeworks AG y la islandesa Carbfix, costó 15 millones y fue construida en Islandia y atrapa 4.000 toneladas métricas de dióxido de carbono al año. Pero la autora sentencia que es una cantidad "ridícula" (el equivalente a 3 segundos de emisiones mundiales y resulta que hay 10.000 millones de toneladas emitidas al año, por lo que harían falta construir 2,5 millones de Orcas y la eliminación de cada tonelada costaría 800 dólares, rebajables a 100 o 200). Coldplay los contrató para reducir la huella de carbono generada por sus conciertos para que fuesen más ecosostenibles. Pero de momento solo hay una Orca y para la autora este sería el típico "rescate del último minuto" similar al Arca de Noé. Y aunque se lograse la neutralidad de carbono en 2030, los niveles de acidificación del mar seguirían subiendo y generarían una reacción en cadena. "Soñamos con ser rescatados por ingenios que contaminan más de lo que limpian, que cuestan más de lo que ahorran, que no están a la altura del problema y que no han funcionado nunca, pero nos escandalizan los antivacunas por su fanatismo e irracionalidad", dice la autora.
Peirano recuerda que ya existen Orcas naturales, dado que el 30 % del dióxido de carbono es absorbido por el mar. Al igual que las plantas, que lo transfieren a los animales, y al morir, el carbono vuelve a ser enterrado. Pero con la era del petróleo, se han quemado "los dos extremos de la cuerda", porque se quema más CO2 y, a la vez, se destruyen bosques y plantas, incluso las sequoias (mucho más baratas que una Orca). La autora aboga por seguir las técnicas milenarias de los indígenas americanos y del Amazonas para proteger los bosques y selvas tropicales que capturan CO2. Pero los defensores ambientales, en vez de ser protegidos, sufren violencia por parte de industrias de madera, represas, agroindustria y minería. A ello se suma la deforestación y ocupación ilegal de tierras para dedicarlas a pasto de ganado y cultivos de soja. Puede que el Amazonas ya esté emitiendo más carbono del que captura. "Soñamos con Orcas mecánicas mientras dejamos morir a las de verdad", lamenta Peirano.
Mientras se descuida la conservación de bosques y selvas, surgen iniciativas de reforestación como la Gran Muralla Verde de África (cien millones de hectáreas de árboles para frenar al desierto del Sáhara) y que han sido un fiasco. En Turquía, en un día se plantaron 11 millones de árboles y tres meses después, el 90 % estaban muertos. Y en México se subvencionaba a los campesinos por plantar, por lo que estos clareaban el bosque para reforestarlo con árboles subsidiados. Peirano tacha estas iniciativas de "marketing" porque no calcula las externalidades y se asume que todos los árboles plantados prosperarán cuando no es así porque no se plantan coincidiendo con el ciclo de cultivos sino con el ciclo electoral. Hay un compromiso para plantar 800 millones de hectáreas de suelo pero la autora duda del éxito, sobre todo si no se hace segumiento del resultado.
Otra solución alternativa a la geoingeniería o la reforestación es el cambio de dieta (industrializada y que degrada el medioambiente, que genera enfermedades no contagiosas como el corazón, pulmón, cáncer y diabetes). La carne y los lácteos solo dan el 18 % de las calorías y 37 % de proteínas pero usan el 83 % del suelo y gastan el 90 % del agua. La Comisión EAT-Lancet propuso una reforma del sistema alimentario mundial capaz de alimentar a 10.000 millones de personas con comida saludable y sin agotar el planeta. La solución fue comer comida, no mucha y sobre todo plantas. La Dieta para la Salud Planetaria consiste en frutas, verduras, nueces, cereales en grano y legumbres y una hamburguesa de cien gramos por semana o dos raciones de pollo o pescado. Limitan los lácteos. Renuncian a la dieta vegana porque no se ajusta a toda la población. El problema es que en algunos países la fruta es un artículo de lujo y la carne está subvencionada. Al reducir el consumo de carne, bajaría la superficie de pastos y de cultivos de forraje, que podría ser reforestada.
La autora concluye que saldría barato si los indígenas protegen gratis el bosque y seguimos una dieta baja en cárnicos sin necesidad de esperar a tecnologías milagrosas. Pero, lamenta, los gobiernos no quieren seguir esta ruta más corta, barata, sensata y eficiente. Pero dejar de comer carne desafia los pilares del relato occidental sobre la supervivencia y la superioridad sobre el medioambiente. Cita otros modelos alternativos, descritos por David Graeber, como la cultura ecosostenible de los aztecas. Detrás de todos obstáculos está el capitalismo. La autora cita a Frederic Jameson: "Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo".
La geoingeniería (bombear agua debajo de los casquetes, inyectar nieve en el ártico o dispersar dióxido de sulfuro en la atmósfera) está pensada para salvar el modo de vida capitalista pero tiene un problema: puede generar efectos secundarios que aún no están estudiados. La prueba es que el volcán Pinatubo expulsó en 1991 20 millones de toneladas de dióxido de sulfuro y abrió un agujero en la capa de ozono, creó una capa de ácido sulfúrico y bajó medio grado la temperatura de la Tierra. Otros efectos podrían ser el aumento de acidificación del mar o el cambio de los monzones. La siembra de nubes de azufre podría generar el efecto contrario al deseado y subir aún más la temperatura.
En el capítulo 3, Peirano analiza las posibles soluciones a través de iniciativas ciudadanas. Cita una en Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, que, ante la sequía, obligó a reducir el consumo de agua en el 2018 a agricultores, vecinos de chalés con piscina y hogares e instaurar contadores en cada casa para evitar el Día Cero. Hicieron embalses, talaron pinos y eucaliptos. En Sao Paulo, en Brasil, casi se quedan sin agua y cerraron el grifo en las favelas y conectaron dos ríos. El "gran agro" se bebe el 70 % del poco agua potable que hay (el 0,3 % en ríos y lagos, y el 0,9 % atomizada en el suelo y el 29,9 en aguas subterráneas). Un kilo de ternera gasta 15.000 litros de agua y un pollo, 4.300. Además, hay gastos de agua por pastizales y forraje. Y a ello se suman las fugas de agua en las tuberías (en España, el 25 %).
La autora cree que la idea de Ciudad del Cabo de poner contadores y sensores para evitar fugas de agua e hicieron un Big Data privado del consumo de cada vecino a través de aplicaciones móviles.
La autora se pregunta si podemos activar una transformación antes de la crisis en un mundo donde el 70 % de la población vivirá en una ciudad. Cree que para colocar sensores y contadores inteligentes en los hogares [nota del lector: por favor, un caballo de Troya de vigilancia masiva a través del Internet de las Cosas (IoT) camuflado en una excusa ecológica] para controlar el consumo de agua para ahorrar. Para evitar precisamente la comercialización de un valioso Big Data, propone que se use software libre. Otras alternativas son los incentivos para ahorrar. como dar agua gratis (como en Sudáfrica, porque no se puede cobrar por lo que no hay) o cobrarla a precio de oro como en Dinamarca, lo que deja fuera a los . Pero subvencionarla, como en Italia, fue un fiasco porque se gastó más.
Cree que los ciudadanos, si controlan y usan los sensores inteligentes que ya están disponibles en el mercado, podrán vigilar las infraestructuras municipales para controlar el ruido, la humedad, las partículas. Los sensores convertirían a un edificio en "un termómetro del bienestar medioambiental". La autora dice que la tecnología está preparada pero estamos monitorizando nuestros datos biométricos (hasta el consumo de calorías o los pasos) en beneficio de compañías que explotan en su beneficio nuestras enfermedades, dudas y desgracias. Por contra, una red de datos en tiempo real podría dedicarse a iniciar programas de investigación sobre la salud del barrio. Pone como ejemplos Hong Kong, Suecia y Francia y "The Stack", una propuesta de Benjamin Bratton para describir el modelo actual de organización técnica para la computación a escala planetaria (un milhojas de capas interconectadas e interdependientes donde la tapa inferior o base es la capa Tierra, responsable de proporcionar energía, agua y materiales al resto del sistema, y la superior, el usuario). Hay otras capas como Nube, que computa, Ciudad, que crea y gestiona, y Direcciones, que adjudicada, e Interfaces, donde se representa e interpreta. Otro ejemplo es Nextdoor (para facilitar vínculos entre vecinos), lo que prueba la posibilidad de generar una red modular hiperlocal para los barrios y municipios. Muy lejos de inventos como Ring, que lo que hacían era vigilar los movimientos de los vecinos y, supuestamente, succionar los datos de la comunidad, a la que consideraban un producto de control de personas. Critica una "smart city" pero con una ideología de progreso convierte a los ciudadanos en usuarios e impone la expansión y el consumo como única alternativa a la muerte de la gran ciudad.
Considera que las ciudades inteligentes se han convertido en plataformas cuyos objetivos son optimizar servicios, reducir gastos y maximizar la productividad de los usuarios. Pero las experiencias de este "colonialismo digital" han fracasado. Se basan en vigilancia automatizada y una visión panóptica para extraer datos mediante reconocimiento facial. Considera que la smart city es un "espejismo" que solo existe en los folletos de ferias tecnológicas y charlas TED como Masdar City (cerca de Abu Dabi) pero que solo ha completado un "piso piloto". Lo mismo con Songdodong, cerca de Seúl o PlanIT en Portugal. Pero son lugares para élites o con escasa privacidad e hipervigilados. Es una visión del Instituto Global McKinsey que no suele prosperar ni supera la primera fase de implementación. Sidewalk Toronto, junto con Google, también fracasó porque el ayuntamiento estaba delegando funciones en una empresa de extracción de datos. Como dijo Kate Crawford, la ciudad verde inteligente ni es verde ni es inteligente.
Otra idea es la Nube Temporal Inteligente, una especie de servidor gestionado por una plataforma de inteligencia de ciudad, a escala de barrio, que gestiona datos de los vecinos que podrían trabajar en red. En caso de crisis, el servidor (una DAO, organización autónoma descentralizada o TAZ) podria crear protocolos capaces de activarse en una crisis sin pasar por una autoridad central. Propone crear una infraestructura de tipo malla para la gestión horizontal de datos como Decode o el Centro de Resilencia Planetaria de Estocolmo.
Finalmente, propone un ejército civil contra el cambio climático, y cita como ejemplo el protocolo antihuracanes de Cuba, que salva miles de vidas cuando llegan los ciclones porque todos saben cómo actuar y dónde refugiarse.
La autora concluye que es evidente que no se van a poder cerrar todas las plantas de carbón ni de acero ni acabar con la minería o la ganadería pero los ciudadanos pueden gestionar mejor los recursos más necesarios y limitados como el agua o la energía. Pueden buscar cooperativas vinculadas al contexto climático y ser parte de su red de sensores capaces de identificar, aprender o proponer. El edificio puede ser un satélite-observatorio de una red global del clima. Cree que el futuro está en la comunidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario