Resumen del libro "El derecho a la pereza", de Paul Lafargue (1882)
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Resumen por E.V.Pita, doctorado en Comunicación, licenciado en Derecho y Sociología.
Sociología, trabajo, productividad, pereza, ocio, empleo, derecho de los trabajadores
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Título: "El derecho a la pereza"
Autor: Paul Lafargue
Edición original: 1882
Edición en español: Editorial Fundamenos. Colección Ciencia serie Política. Edición de Manuel Pérez Ledesma. Primera edición en 1974; sexta edición en 1998
Incluye La religión del capital y La organización del trabajo
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Texto de la contraportada
Aún a riesgo de ser considerado como utópico, Lafargue defendió que no era el trabajo, sino el placer, el objetivo máximo que debía perseguir la clase obrera. No había, en su opinión, trabajo enajenado y trabajo liberado como pensó Marx; la auténtica posición enfrentaba al trabajo embrutecedor con el ocio placentero. A lo sumo, el trabajo se podía admitir como el "condimento de los placeres de la pereza", mil y mil veces más nobles que los tísicos "Derechos del Hombre" defendidos por los revolucionarios burgueses. El derecho a la pereza postulado por Lafargue se concreta en no trabajar más de tres horas diarias, holgando y gozando del día y de la noche.
El fin de la revolución no es el triunfo de la justicia, de la moral, de la libertad y demás embustes con que se engaña a la humanidad desde hace siglos, sino trabajar lo menos posible y disfrutar, intelectual y físicamente, lo más posible. Al día siguiente de la revolución habrá que pensar en divertirse".
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ÍNDICE
El derecho a la pereza
Prefacio del autor
Capítulo I: Un dogma desastroso
Capítulo II: Bendiciones del trabajo
Capítulo III: Efectos del exceso de producción
Capítulo IV: A nuevo aire, canción nueva
Apéndice: Una explicación con los moralistas
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RESUMEN
El libro fue escrito desde una prisión francesa hace casi siglo y medio en el contexto de un auge del socialismo obrero y de la organización sindical en un mundo gobernado por una estricta moral victoriana. El autor promovía un socialismo o comunismo por la vía pacífica. En el fondo, lo que propone es una reducción de la jornada laboral a ocho horas, una conquista que aún tardó,
El autor arranca su libro con unas palabras de Thiers, quien propuso en 1873 que la enseñanza pública tuviese una alta presencia de la religión porque enseña a sufrir en este mundo y a postergar el gozo. Es lo que Lafargue considera como la definición de la moral burguesa como "feroz egoísmo y estrecha inteligencia".
Añade que la burguesía en su lucha contra la nobleza glorificó lo mundano, el gozo, la carne y se alejó de las religiones pero una vez en el poder en el siglo XIX volvió a implantar una férrea moral y renegó de las doctrinas de Ravelais y Diderot. En una especie de parodia de la moral aplicada al trabajador, la burguesía eleva un ideal consistente en reducir las necesidades de producción a su mínimo, a sofocar los goces y pasiones, "y a condenarle a desempeñar el papel de máquina, de la cual se exprime trabajo sin tregua ni discreción".
El autor propone darle la vuelta a esta "hipócrita moral" capitalista y conseguir que la tierra deje de ser un valle de lágrimas y el ser humano también pueda gozar de sus pasiones.
En el capítulo I, Lafargue explica que una extraña pasión tortura desde hace dos siglos al ser humano: el amor por el trabajo llevado hasta el frenesí y el agotamiento. En vez de reaccionar en contra de esta locura, los religiosos y los economistas han "sacrosantificado" el trabajo, algo que "Dios ha maldecido". Lafargue alerta sobre las "espantosas consecuencias del trabajo en la sociedad capitalista". Compara a un orgulloso pura sangre con los caballos que aran a diario la tierra. O compara al hombre salvaje con el esclavo de las máquinas.
Menciona a España como un país donde los prejuicios no han desarraigado el odio al trabajo y que se vanagloria de tener menos fábricas que Francia prisiones y cuarteles. Para un andaluz, tierra donde un mendigo trata de amigo al duque de Osuna, y un español el trabajo "es la peor de las servidumbres".
Recuerda que los griegos despreciaban el trabajo, que dejaban a los esclavos, y se entraban al ocio, deporte y los juegos de inteligencia. Incluso Cristo en el sermón de la montaña recomendaba "mirar cómo crecen los lirios".
Lafargue menciona a los gallegos como esa raza para la que el trabajo es una necesidad orgánica, junto a los albernienses, escoceses, pomeranios y chinos. Dice que los campesinos aman el trabajo por el trabajo, que se mueven como una rata por una galería curvados por el trabajo sin enderezarse por contemplar el gusto por la Naturaleza. Y recuerda que el proletariado también se ha dejado "pervertir por el dogma del trabajo".
La tesis principal del autor es que la elevada cifra de horas trabajadas por los obreros en la Europa del siglo XIX (doce a catorce horas, con parada de hora y media para comer; se incluyen a niños, mujeres y hombres) genera una alta producción y un abaratamiento del producto porque los obreros aceptan trabajar mucho por unos muy bajos salarios. La consecuencia es que en cuestión de meses se produce una sobreproducción pero la demanda de los burgueses y únicos compradores (así como de los colonizados) es insuficiente para absorber las mercancías sobrantes porque los obreros tienen un salario de subsistencia y no pueden ni quieren comprar lo que ellos mismos fabrican. El resultado es que las fábricas paralizan la producción y los trabajadores son despedidos. Una vez en el paro, los obreros pasan hambre y aceptan trabajar por un salario tres veces menor que el anterior y los fabricantes ven una oportunidad de fabricar más barato y se repite el ciclo.
Ante este ciclo de crisis-paro-sobreproducción-crisis Lafargue propone reducir la jornada laboral a cinco o seis horas para que los empleados disfruten de más ocio y redistribuyan sus ganancias a lo largo del año en vez de concentrarlas solo en los meses de producción. Otra idea es fomentar la automatización para evitar que el obrero trabaje tantas horas pero lo que suele ocurrir es que los propios peones compitan contra la máquina en una carrera imposible de ganar.
El autor también es crítico con la legislación laboral. Dice que el "derecho al trabajo" parece hecho para "legalizar la explotación laboral". Y cuenta que el propio Napoleón si él pudiese habría ordenado reabrir las fábricas después de la misa del domingo.
Una cosa que sorprende es que Lafargue se adelantase 25 años al trabajo de Max Weber sobre la ética del protestantismo. Y lo razona así: el protestantismo es el catolicismo adaptado a la nueva mentalidad burguesa que promueve el trabajo. En el catolicismo hay 52 domingos y 37 fiestas sagradas en las que no se trabaja, por lo que garantiza al obrero 90 días de vacaciones al año. En el protestantismo, se elimina la adoración a los santos, con lo cual se suprimen 37 días libres al año de un plumazo y son días que ahora también se pueden trabajar.
Por otro lado, critica a la burguesía de la época porque mientras antes tenían una mentalidad trabajadora y laboriosa ahora se dedican a predicar las bondades del trabajo pero no para ellos sino para los trabajadores, que acosados por el hambre aceptan largas jornadas laborales. Para alimentar el sistema, alguien tiene que comprar las mercancías y esos son los propios burgueses, por lo que se dedican a hacer gastos ostentosos. Pero dado que ellos no pueden absorber todos los productos, los Estados se ven presionados para buscar nuevos mercados a quienes colocarles las mercancías, caso de África a quienes venden vestidos o China o la India, para venderles prendas de algodón aunque sea a cañonazos. Para Lafargue la solución sería que los propios trabajadores cobrasen más salario y se pudiesen permitir hacer esos gastos y adquirir la mercancía que ellos mismos fabrican.
También señala que los ejércitos nacionales europeos ya no existen para defender sus países sino para imponer el orden interior y reprimir revueltas y evitar que los obreros hagan una protesta y tomen la ciudad de París, por ejemplo.
Otra cuestión que detecta Lafargue es que en Inglaterra. con diez millones de habitantes, hay 1,2 millones de obreros, 1,2 millones de trabajadores y 1,2 millones de empleados domésticos al servicio de los señores. Cree que esa mano de obra de lacayos y doncellas podría estar mejor empleada en otros menesteres, lo mismo que muchos funcionarios ocupados en laboriosos menesteres improductivos.
En el pequeño libro también revela las condiciones paupérrimas de los obreros, sobre todo de las mujeres y los niños. Las antaño despreocupadas y alegres campesinas son ahora frías y tristes esqueletos que caminan bajo la lluvia cubiertas con pañuelos hacia la fábrica a las 5 de la mañana y vuelven a las cinco de la tarde, lo mismo que los niños, que van a las fábricas con un mendrugo de pan y a los que se les enseña a cantar y contar en la fábrica mientras que trabajan para que les sea más llevadera la larga jornada. Cuenta que la vida rural estaba con las mesas llenas de viandas mientras que ahora los obreros llevan una vida de privaciones en la ciudad. Y añade que es preferible envenenar las aguas de un río que poner una fábrica al lado de una aldea porque además de envenenar las aguas generará en los aldeanos una terrible adición al trabajo que los obligará a trabajar 14 horas al día por un bajo salario.
Por tanto, sus recetas son aumentar los salarios y bajar las horas al día de trabajo para que los obreros puedan adquirir productos de las fábricas y aumentar la demanda para absorber la sobreproducción y evitar las crisis y el paro, todo ello acompañado de una fuerte automatización que libere al hombre del trabajo más duro.